Dos hombres conversan a lo largo de todo este libro en una aparente sala de hospital, Sala de exilio la llama el autor. No tienen nombre. O apenas si son mencionados como El hombre de remera negra y el Hombre calvo. Nada más. Hablan de la vida, pero sobre todo hablan de la muerte de sus hijos, ambos muy jóvenes, de 21 años: uno, a causa de una enfermedad devastadora, y el otro a consecuencia de la guerra. Como en un cuento de Edgar Allan Poe: todo aquí deslumbra con una poesía oscura, que avanza y no avanza nunca, como en las pesadillas. Hablan, se interpelan, abren puertas que no deberían abrirse, ven lo que ya no existe (lo que acaso nunca existió), atrapados en esa especie de limbo que no puede compararse a ningún otro. Entre la memoria y el olvido y, sobre todo, el desenfreno de la locura. Nada nos iguala a los demás, dicen, y tienen razón. Con un lenguaje casi quirúrgico, por lo crudo y, acaso por eso mismo, arrasadoramente lírico. El libro ahonda en esos estados de conciencia que aparecen después de haberlo perdido todo. Ni siquiera Samuel Beckett, con sus basurales de sombra, llegó a tanto. Marcelo Negro no se calla nada, y a la vez, todo está contaminado de silencio. Como si el lenguaje sólo pudiera recrear una atmósfera, una sensación (por más precisa que sea, siempre borrosa) de lo indecible. Pero en verdad el pozo no es un pozo. Ni siquiera es la idea de un pozo. Estamos lejos de las ideas, usted sabe…, dice. Osvaldo Bossi