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“La palabra es el único pájaro/ que puede ser igual a su ausencia”, nos enseña Roberto Juarroz. Esa potencia, a la vez frágil de lo nombrado es la que atraviesa la poética de “Vistas a Marte”. Para la lectura hay que acercarse, más aún, estar ahí presente con las formas de la conciencia, con toda escucha. Aquí el tiempo no huye, pero tampoco ha sido encerrado en la jaula del lenguaje. La podemos ver: la poeta camina con discreción y segura sobre la espuma nunca pura del pasado, la turbulencia de las ciudades, la prepotencia de la pampa sojera, la herida abierta del desamor. La mirada viaja, se detiene, va de abajo hacia arriba, regresa, deambula hasta descubrir sus dedos de hoy sobre las teclas del piano, en un intento por recobrar el sentido de aquella música memorizada por las manos rellenas de infancia. Cada verso doblega la obviedad y abre el espacio poético, ese lugar donde la voz despliega deseos, desamparos, lucidez frente a lo injusto, congoja espejada en imágenes únicas. Siluetas perennes que toman la forma del poema, revisten los huecos de las letras, suturan sus maneras clásicas, logran desprender herrumbre de la garganta seca. Sabe la poeta que el infinito es un abismo inexistente, pero que la palabra aun puede masticar de esa ilusión, crear una oportunidad para su gesto de lúcido, honesto: esta declaración de belleza y luz frente al sombrío eco de dolor del mundo.

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“La palabra es el único pájaro/ que puede ser igual a su ausencia”, nos enseña Roberto Juarroz. Esa potencia, a la vez frágil de lo nombrado es la que atraviesa la poética de “Vistas a Marte”. Para la lectura hay que acercarse, más aún, estar ahí presente con las formas de la conciencia, con toda escucha. Aquí el tiempo no huye, pero tampoco ha sido encerrado en la jaula del lenguaje. La podemos ver: la poeta camina con discreción y segura sobre la espuma nunca pura del pasado, la turbulencia de las ciudades, la prepotencia de la pampa sojera, la herida abierta del desamor. La mirada viaja, se detiene, va de abajo hacia arriba, regresa, deambula hasta descubrir sus dedos de hoy sobre las teclas del piano, en un intento por recobrar el sentido de aquella música memorizada por las manos rellenas de infancia. Cada verso doblega la obviedad y abre el espacio poético, ese lugar donde la voz despliega deseos, desamparos, lucidez frente a lo injusto, congoja espejada en imágenes únicas. Siluetas perennes que toman la forma del poema, revisten los huecos de las letras, suturan sus maneras clásicas, logran desprender herrumbre de la garganta seca. Sabe la poeta que el infinito es un abismo inexistente, pero que la palabra aun puede masticar de esa ilusión, crear una oportunidad para su gesto de lúcido, honesto: esta declaración de belleza y luz frente al sombrío eco de dolor del mundo.