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La narradora de Los dingos se aproxima, tantea, se mete a indagar la carne herida y las mentes lastimadas de un hospital de Bell Ville. Realiza una serie de visitas a las secciones que funcionan como hospicio, a sus casonas en ruinas, al edificio donde estaba la morgue, a la zona de los “torcidos”, en plan etnóloga improvisada de lo que vive y traquetea de ese otro lado. Tiene una excusa. Asomarse y contar qué pasa con las mujeres y sus ciclos menstruales. Esa podría ser “la historia” de esta ¿novela? ¿relato de terror psicológico? ¿viaje en la nave de los locos? Más bien escritura tragada por algo descomunal. Afectada por el trastorno de lo que allí respira y aúlla. La narración se contamina, se vuelve lengua estragada, corrupta, tomada por el desquicio. Abducida. Tampoco el informe médico ofrece una salida: chupado, lamido, succionado por lo que quiere describir y encerrar. Desubicado, corrido de su lugar por la fuerza oscura de lo que llamamos anormal. Por si faltara algo, campea un erotismo turbio. Una lascivia de cuerpos con la cabeza rota y la lengua boba, la lengua semi muerta por una sobredosis de lo que no encuentra su nombre salvo en la onomatopeya o el tartamudeo. Agujero negro. Pasadizo de gusano. Larvas de escritura. Este libro podría llevar una faja que diga: ¡Peligro, literatura! O mejor: ¡Peligro, contagio¡ O un cartel que diga: Abandonen toda esperanza, la leyenda en la entrada del Infierno en la Comedia del Dante. Lo que aquí se experimenta es una metástasis de lo deforme, de lo abandonado, de lo engendrado sin relato posible salvo las historias clínicas agrietadas por las vibraciones sísmicas de lo que intentan agarrar. Un circo freak con entrada libre y sin vía de escape. Pesadilla de emergencia. Los dingos dibuja una “zona” donde lo real titila, o se intensifica, o se revela como alucinación intolerable.

LOS DINGOS - NATALIA MONASTEROLO

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La narradora de Los dingos se aproxima, tantea, se mete a indagar la carne herida y las mentes lastimadas de un hospital de Bell Ville. Realiza una serie de visitas a las secciones que funcionan como hospicio, a sus casonas en ruinas, al edificio donde estaba la morgue, a la zona de los “torcidos”, en plan etnóloga improvisada de lo que vive y traquetea de ese otro lado. Tiene una excusa. Asomarse y contar qué pasa con las mujeres y sus ciclos menstruales. Esa podría ser “la historia” de esta ¿novela? ¿relato de terror psicológico? ¿viaje en la nave de los locos? Más bien escritura tragada por algo descomunal. Afectada por el trastorno de lo que allí respira y aúlla. La narración se contamina, se vuelve lengua estragada, corrupta, tomada por el desquicio. Abducida. Tampoco el informe médico ofrece una salida: chupado, lamido, succionado por lo que quiere describir y encerrar. Desubicado, corrido de su lugar por la fuerza oscura de lo que llamamos anormal. Por si faltara algo, campea un erotismo turbio. Una lascivia de cuerpos con la cabeza rota y la lengua boba, la lengua semi muerta por una sobredosis de lo que no encuentra su nombre salvo en la onomatopeya o el tartamudeo. Agujero negro. Pasadizo de gusano. Larvas de escritura. Este libro podría llevar una faja que diga: ¡Peligro, literatura! O mejor: ¡Peligro, contagio¡ O un cartel que diga: Abandonen toda esperanza, la leyenda en la entrada del Infierno en la Comedia del Dante. Lo que aquí se experimenta es una metástasis de lo deforme, de lo abandonado, de lo engendrado sin relato posible salvo las historias clínicas agrietadas por las vibraciones sísmicas de lo que intentan agarrar. Un circo freak con entrada libre y sin vía de escape. Pesadilla de emergencia. Los dingos dibuja una “zona” donde lo real titila, o se intensifica, o se revela como alucinación intolerable.